Time capsule for those little retards of the new generation.

21.11.07

El asesino - Ray Bradbury

La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La viuda alegre. Otra puerta: La siesta de un fauno. Una tercera: Bésame otra vez. Dobló en un corredor. La danza de las espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño, todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio.

La radio pulsera zumbó.

-¿Sí?

-Es Lee, papá. No olvides mi regalo.

-Sí, hijo, sí. Estoy ocupado.

-No quería que te olvidases, papá- dijo la radio pulsera.

Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas, Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso:

-El prisionero en la cámara de entrevistas número nueve.

Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas.

-Lárguese-dijo el prisionero, sonriendo.

La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes.

-Estoy aquí para ayudarlo- dijo el psiquiatra frunciendo el ceño.

Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió.

-Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés.

Violento, pensó el doctor.

El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave.

-No, sólo con las máquinas que chillan y chillan.

En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta.

-¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a sí mismo El Asesino?

Brock asintió agradablemente.

-Antes de empezar.-Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor- . Es mejor así.

El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato.

-Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo.

-No me importa-sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa!

El hombre tarareó.

-¿Empezamos?-dijo el psiquiatra.

-Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor.

-Mmm-dijo el psiquiatra.

-Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso.

-Linda imagen.

-Gracias, siempre soñé con ser escritor.

-¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono?

-Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de no fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera del hecho que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibuses que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? «¡Hola, hola!» Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: «¿Dónde estás ahora, querido?», y un amigo me llama y dice: «¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo...» Y un desconocido me llama y grita: «Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?» ¡Bueno!

-¿Cómo se sentía durante la semana?

-Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina.

-¿Qué fue?

-Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta

-¿Y el sistema se apagó?

-¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión!

-¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh?

-¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: «Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted? » En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!

-¿Se sintió mejor aún, eh?

-¡Cada vez mejor!-Brock se frotó las manos- . ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas «conveniencias»? «¿Conveniente para quién?», grité. Conveniente para los amigos. «Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!» Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: «Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño.» «Muy bien, Brock, ¡rápido!» «Brock, ¿por qué tarda tanto?» «Lo siento, señor.» «Que no se repita, Brock.» «¡No, señor!» ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.

-¿Tuvo alguna razón especial para echar helado de chocolate en el aparato?

Brock pensó un momento y sonrió.

-Es mi helado favorito.

-Oh-dijo el doctor.

-Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.

-¿Y por qué echar helado en la radio?

-Hacía calor.

El doctor calló un momento.

-¿Y qué vino luego?

-Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto codeando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.

-Parece que le gusta mucho el helado.

-Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!

-Continúe.

-Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa. Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: «Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una.» Un marido maldecía: «Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!» Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento..., ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques de Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!

-¿Se lo llevó la policía?

-El ómnibus tuvo que detenerse. Después de todo, la música había desaparecido, maridos, mujeres habían perdido contacto on la realidad. Un pandemonio, un tumulto, y un caos. ¡Ardillas que chillaban en sus jaulas! Llegó una patrulla, me descubrieron rápidamente, me endilgaron un discurso, me multaron, y me mandaron a casa, sin el aparato de diatermia, en un santiamén.

-Señor Brock, ¿puedo sugerirle que su conducta hasta ese momento no había sido muy... práctica? Si no le gustaban las radios de transistores, o las radios de oficina, o las radios de auto, ¿por qué no se unió a alguna asociación de enemigos de la radio, firmó petitorios, o luchó por normas legales y constitucionales? Al fin y al cabo, estamos en una democracia.

-Y yo-dijo Brock- estoy en lo que se llama una minoría. Me uní a asociaciones, firmé petitorios, llevé el asunto a la justicia. Protesté todos los años. Todos se rieron, todos amaban las radios y los anuncios. Yo estaba fuera de lugar.

-Entonces tenía que haberse conducido como un buen soldado, ¿no le parece? La mayoría manda.

-Pero han ido demasiado lejos. Si un poco de música y «mantenerse en contacto» es agradable, piensan que mucha música y mucho «contacto» será diez veces más agradable. ¡Me volvieron loco! Llegué a casa y encontré a mi mujer histérica. ¿Por qué? Porque había perdido todo contacto conmigo durante medio día. ¿Recuerda que bailé sobre mi radio pulsera? Bueno, aquella noche hice planes para asesinar la casa.

-¿Pero quiere que lo escriba así? ¿Está seguro?

-Es semánticamente exacto. Había que enmudecerla. Mi casa es una de esas casas que hablan, cantan, tararean, informan sobre el tiempo, leen novelas, tintinean, entonan una canción de cuna cuando uno se va a la cama. Una casa que le chilla a uno una ópera en el baño y le enseña español mientras duerme. Una de esas cavernas charlatanas con toda clase de oráculos electrónicos que lo hacen sentirse a uno poco más grande que un dedal, con cocinas que dicen: «Soy una torta de durazno, y estoy a punto» o «Soy un escogido trozo de carne asada, ¡sácame!», y otras cosas semejantes. Con camas que lo mecen a uno y lo sacuden para despertarlo. Una casa que apenas tolera a los seres humanos, se lo aseguro. Una puerta de calle que ladra: «¡Tiene los pies embarrados, señor!» Y el galgo de una válvula de vacío electrónica que lo sigue a uno olfateándolo de cuarto en cuarto, sorbiendo todo fragmento de uña o ceniza que uno deja caer. ¡Jesucristo! ¡Jesucristo!

-Cálmese-sugirió el psiquiatra.

-¿Recuerda aquella canción de Gilbert y Sullivan, Lo he anotado en mi lista, y jamás lo olvidaré? Me pasé la noche anotando quejas. A la mañana siguiente me compré una pistola. Me embarré los zapatos a propósito. Me planté ante la puerta de calle. La puerta chilló: «¡Pies sucios, pies embarrados! ¡Límpiese los pies! ¡Por favor sea aseado!» Le disparé un tiro por el ojo de la cerradura. Corrí a la cocina, donde el horno lloriqueaba: «¡Apáguenme!» En medio de una tortilla mecánica, enmudecí la cocina. O cómo siseó y gritó: «¡Un corto circuito!» Entonces sonó el teléfono, como un murciélago. Lo eché en el sumidero mecánico. Debo declarar aquí que no tengo nada contra el sumidero. Lo siento por él, un dispositivo útil sin duda, que nunca dice una palabra, ronronea como un león soñoliento la mayor parte del tiempo, y digiere nuestros restos. Lo arreglaré. Luego fui y maté el televisor, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a un billón de personas todas las noches con una fija mirada, esa sirena que llama y canta y promete tanto, y da, al fin y al cabo, tan poco, y yo mismo siempre volviendo a él, volviendo y esperando, hasta que... ¡pum! Como un pavo sin cabeza, mi mujer salió chillando a la calle. Vino la policía. ¡Y aquí estoy!

Brock se echó hacia atrás, feliz, y encendió un cigarrillo.

-¿Y no pensó usted, al cometer esos crímenes, que la radio pulsera, el transmisor, el teléfono, la radio del ómnibus, los intercomunicadores, eran todos alquilados, o pertenecían a algún otro?

-Lo haría otra vez, que Dios me proteja.

El psiquiatra se quedó inmóvil bajo el sol de aquella beatífica sonrisa.

-¿Y no quiere que lo ayude la Oficina de Salud Mental? ¿Está preparado a soportar las consecuencias?

-Esto es sólo el comienzo-dijo el señor Brock- . Soy la vanguardia de unos pocos cansados de ruidos y órdenes y empujones y gritos, y música en todo momento, en todo momento en contacto con alguna voz de alguna parte, haz esto, haz aquello, rápido, rápido, ahora aquí, ahora allá. Ya veremos. La rebelión comienza. ¡Mi nombre hará historia!

- Mmm.

El psiquiatra parecía pensativo.

-Llevará tiempo, por supuesto. Era tan agradable al principio. La sola idea de esas cosas, tan prácticas, era maravillosa. Eran casi juguetes con los que uno podía divertirse. Pero la gente fue demasiado lejos, y se encontró envuelta en una red de la que no podía salir, ni siquiera advertía que estaba dentro. Así que dieron a sus nervios otro nombre «La vida moderna», dijeron. «Tensión», dijeron. Pero recuérdelo, se ha echado la semilla. Me conocen en todo el mundo gracias a la TV, la radio, las películas. Es una ironía. Eso fue hace cinco días. Un billón de personas me conoce. Revise las columnas de las finanzas. Un día notará algo. Quizá hoy mismo. ¡Una alza repentina en las ventas de helado de chocolate!

-Entiendo-dijo el psiquiatra.

-¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses?

-Sí- dijo el psiquiatra en voz baja. -No se preocupe por mí- dijo el señor Brock incorporándose- . Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas.

-Mmm-dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta.

-Saludos-dijo el señor Brock.

-Sí- dijo el psiquiatra.

Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, E1 paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una mantis religiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz llegó desde el cielo raso:

-¿Doctor?

-Acabo de terminar con Brock.

-¿Diagnóstico?

-Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas.

-¿Pronóstico?

-Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible.

Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz robada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera...

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